Calladita te ves más gordita
Hablo mucho. Me lo han dicho, y lo sé. Dice mi mamá --y yo a mi mamá le creo casi todo-- que cuando yo era bebé, hablaba antes de tener todos los dientes. Me gusta hablar. Muevo mucho las manos y hago gestos.
Simplemente, tengo mucho qué decir.
“Hablas mucho” – me dice mi hermano cada vez que lo veo.
La experiencia en el mundo corporativo, me enseñó que hablar breve, al grano, funciona mejor en reuniones y llamadas (especialmente si el jefe es hombre).
Pero de pronto el silencio se coló a otras áreas de mi vida. Empecé a callarme muchas cosas. Quejas. Injusticias. Incomodidades. Secretos. Dolores. Deseos. Sueños. Cuando era incómodo hablar, me comía, literalmente las palabras. Me llenaba la boca de comida, para mantenerla ocupada y callarme para que otros no se sintieran incómodos.
De pronto, comer, llenarme la boca de lo que fuera, era mi salida en las reuniones donde no quería socializar. O para evadir conversaciones vacías me sentaba cerca del platito de botanas y siempre es más fácil asentir en silencio, con la boca llena de doritos nachos.
Había cosas que me daba miedo decir. O prefería callar por guardar las apariencias, por evitarme situaciones incómodas, discusiones de sobremesa, o comentarios fuera de lugar.
“Calladita me veo más bonita”. Hasta ganas de vomitar me dan con la mentada frasecita.
En realidad, la frase es: “Calladita me veo más GORDITA”.
OJO, hablar no es lo mismo que ser imprudente o hiriente.
Al principio, cuando empecé a hablar, se me fue de control por un tiempo la lengua. Me había callado tantas cosas, que cuando vieron que había opción de salir, todas se agolparon cual almas del Purgatorio, querían salir despavoridas. ¡Por fin tenían salida!
Me costó un tiempo de práctica dominar el arte de la asertividad. Pararme en mi punto de poder, y desde ahí, decir la verdad. Sin herir, y sin languidecer.
“No, no estoy de acuerdo”
“Gracias, por favor no me regales comida. Regálame flores.”
“No, no estoy flaca, ni estoy enferma, estoy adelgazando”
“Esto que haces no me parece justo”
“Quiero ir”
“Está listo el Lunes, porque el viernes estoy de vacaciones”.
“Quiero adelantar mis vacaciones”.
“¿Quién quiere compartir un postre conmigo?”
“El coaching individual tiene una inversión de 2,500MXP al mes”.
“No gracias. No gracias. No gracias” (ad nauseam)
Cuando piensas que “no sería correcto” hablar, o que te traería consecuencias, te comparto un recurso maravilloso:
La técnica de la silla vacía.
Para principiantes: Necesitas dos sillas y un espacio privado. Te sientas en una silla y frente a ti colocas la otra. Invitas a la persona con quien deseas hablar, a esa silla. ¡¡Y liberas la lengua!! Le dices todo, todo lo que te has guardado. Todo. Por favor no minimices el poder de esta práctica, es eficiente y me ha funcionado siempre.
Para avanzadas: Te sientas en una silla y frente a ti, invitas al síntoma (obesidad, compulsión, comer por ansiedad, etc). Y le preguntas ¿en qué me quieres ayudar? ¿para qué estás en mi vida? Te colocas EN LA OTRA SILLA, y asumiendo el papel de ese síntoma, responde. Te garantizo que descubrirás cosas muy interesantes, que serán clave y guías en tu proceso de liberación.
Las palabras sanan.
Hablando adelgacé. Hablando esos secretos, esos dolores, esos deseos. Descubrí la magia de las palabras y el poder de las metáforas.
Desde que abracé ese talento, me han invitado a dar varias conferencias. Hablar es mi forma de honrar a Dios con los talentos que me dio.
Ahora, he decidido entrenar mi voz, mi forma de hablar. Elijo el camino de la alquimia moderna para transformar eso de lo que muchos se han quejado -y que una vez pensé que era un gran defecto- en mi más grande regalo para el mundo, hoy soy conferencista profesional.
Hoy cuando alguien me dice: “Hablas mucho”. Yo con una sonrisa socarrona les digo: “Sí, y me pagan por eso”.
#YoSoyLibre